10 destinos para visitar en día de muertos
- Rodolfo Anzaldua
- 25 sept
- 14 Min. de lectura
Hay fechas que se sienten en el aire, que se cuelan en cada esquina de los pueblos y ciudades de México. El Día de Muertos es una de ellas. No es solo una tradición: es un abrazo entre vivos y muertos, una celebración que mezcla colores, aromas y memorias. El cempasúchil abre camino con su resplandor anaranjado, el incienso guía las almas, y las veladoras marcan senderos luminosos hacia los altares.
Viajar en estas fechas es sumergirse en un mosaico de historias, de rituales que cambian de un rincón a otro del país, pero que comparten la misma esencia: recordar con alegría. Desde cementerios iluminados por miles de velas en Michoacán hasta altares monumentales en Puebla, cada destino tiene su propia manera de honrar la vida a través de la muerte.
Por eso, aquí te comparto 10 lugares imperdibles para vivir el Día de Muertos en México, experiencias que van mucho más allá de lo turístico y que te invitan a sentir, a escuchar y a caminar entre tradiciones que laten fuerte en el corazón de nuestro país.
Pátzcuaro y Janitzio, Michoacán: un viaje al corazón del Día de Muertos
El reloj marcaba las cinco de la mañana cuando salí de la Ciudad de México con rumbo a Michoacán. El camino, aunque largo, tenía ese aire de promesa que solo acompaña a los viajes especiales. Tras casi cuatro horas de carretera, la primera parada fue Morelia, con su centro histórico de cantera rosa despertando bajo la luz suave del sol. Ahí, entre aromas a pan recién horneado y café fuerte, desayuné un tradicional ate con queso acompañado de un chocolate caliente espumoso que parecía un abrazo mañanero.
Con el estómago contento y el corazón ansioso, retomé el trayecto hacia Pátzcuaro, poco más de una hora serpenteando entre montañas y bosques que parecían vestirse ya de cempasúchil. Llegar al pueblo fue como entrar en un escenario detenido en el tiempo: calles empedradas, casonas blancas con techos de teja roja y balcones llenos de bugambilias.
En el centro, me dejé conquistar por unas corundas con crema y salsa verde, tan sencillas como memorables. Ese sabor casero, con las notas del maíz y el calor de la cocina tradicional, se convirtió en el combustible perfecto para seguir explorando.
El siguiente paso fue dirigirme al embarcadero y subir al barco que cruza hacia Janitzio. El lago se extendía tranquilo, reflejando el cielo, mientras las trajineras se adornaban con flores y música que marcaba el pulso de la festividad. El viento fresco en la cara, las risas de los niños, y las veladoras que ya se preparaban en la isla, todo era un recordatorio de que estaba en un lugar único.
Al llegar, el corazón del ritual se desplegó ante mis ojos: el cementerio de Janitzio, iluminado con miles de velas y cubierto de flores de cempasúchil que parecían caminos dorados hacia la eternidad. Familias enteras velaban a sus difuntos con música, comida y oraciones, en una comunión que te eriza la piel.
Entre el bullicio y la solemnidad, un habitante de la isla me ofreció unos churros gigantes, recién hechos, cubiertos de azúcar y canela. El contraste perfecto entre lo dulce y lo profundo de la tradición.
La noche cayó lentamente, y con ella llegó el verdadero espectáculo: el lago convertido en espejo de luz, el pueblo vibrando entre cantos y silencios, y yo ahí, envuelto en la certeza de que el Día de Muertos no se vive, se siente. En Pátzcuaro y Janitzio descubrí que la memoria no pesa, al contrario: ilumina.

Mixquic, CDMX: la alumbrada que enciende el alma
Salir de la Ciudad de México rumbo a San Andrés Mixquic, en Tláhuac, es una travesía que se siente distinta desde el inicio. El tráfico, que a veces parece eterno, no importa cuando sabes lo que te espera al final del camino. Después de casi dos horas de viaje, el ambiente comenzó a cambiar: puestos de pan de muerto, calaveritas de azúcar y flores de cempasúchil me daban la bienvenida.
Llegué justo a tiempo para caminar por sus calles empedradas, esas que se llenan de comparsas, niños disfrazados y aromas que se mezclan entre copal y antojitos. El primer alto fue inevitable: unas quesadillas de flor de calabaza y huitlacoche, recién hechas en el comal, acompañadas de un atole de vainilla que sabía a infancia.
El corazón de Mixquic late en su cementerio, y ahí me dirigí cuando comenzó a caer la tarde. Lo llaman la alumbrada, y ahora entiendo por qué. Decenas de familias llegaron cargando velas, flores y recuerdos. Poco a poco, cada tumba se transformó en un altar de luz, hasta que el panteón entero se convirtió en un mar de destellos dorados que parecían tocar el cielo.
Entre rezos, canciones y risas compartidas, caminé despacio, intentando guardar cada detalle: las coronas de cempasúchil que dibujaban caminos, las manos que cuidaban las flamas de las veladoras, los niños jugando entre el humo del incienso. Me ofrecieron un tamale de dulce envuelto en hoja de plátano, y lo acepté con gusto, saboreando esa mezcla de calidez y tradición que solo se encuentra en estas fiestas.
La noche avanzó, pero en Mixquic el tiempo parece detenerse. Sentado en una esquina del panteón, con el murmullo de las familias alrededor y las velas iluminando la oscuridad, entendí que esta no es solo una celebración: es un reencuentro. Aquí la muerte no asusta, aquí se honra, se festeja y se recuerda con amor.
Al volver a casa, el olor a incienso seguía impregnado en mi ropa y el corazón se sentía ligero. Mixquic me enseñó que el Día de Muertos es más que tradición, es la certeza de que nadie se va del todo mientras lo recordemos.
Oaxaca: entre comparsas, altares y calles que laten tradición
El viaje a Oaxaca de Juárez comienza con una decisión: ¿carretera o avión? Si te aventuras en auto, te esperan unas siete horas de curvas y montañas que, aunque demandantes, regalan paisajes que parecen postales vivas. Pero si prefieres el aire, en apenas una hora y media desde la CDMX ya estás descendiendo sobre una ciudad que huele a mezcal, chocolate y fiesta.
Yo elegí la carretera, porque hay algo especial en ver cómo los colores cambian poco a poco hasta anunciar que llegas al sur. Muy temprano partí de la Ciudad de México y, después de una parada obligada para desayunar un plato de chilaquiles con café de olla en la zona de Nochixtlán, retomé el camino hacia Oaxaca. El cansancio del trayecto se disolvió apenas puse un pie en su centro histórico.
Las calles coloniales, con sus fachadas coloridas y el empedrado que te obliga a bajar el ritmo, parecían estar listas para la fiesta. Y es que en Oaxaca, el Día de Muertos no se limita a una visita al panteón: aquí la celebración invade cada rincón. Me uní a una comparsa, esos desfiles llenos de música de banda, calaveras gigantes y disfraces que transforman la ciudad en un carnaval de tradición.
Al pasar frente al mercado 20 de Noviembre, los aromas fueron irresistibles. Me senté en una fonda y pedí mole negro con pollo, tortillas recién hechas y un mezcal para brindar por los que ya no están. La comida en Oaxaca no solo nutre, también conecta.
Ya por la tarde, visité los altares monumentales: verdaderas obras de arte con niveles, fotografías, velas, flores, pan de yema y chocolate. Cada altar contaba una historia distinta, y al recorrerlos sentías cómo la ciudad entera se convertía en un solo corazón latiendo por sus muertos.
Cuando cayó la noche, el panteón se iluminó con cientos de veladoras, pero lo más mágico fue escuchar a las familias: cantando, contando anécdotas, riendo entre lágrimas. En Oaxaca entendí que el Día de Muertos es un puente de ida y vuelta, y que cada año, aunque sea por un instante, los ausentes regresan.
Ya fuera que llegues por carretera con los paisajes grabados en la memoria o por avión con la emoción de la inmediatez, lo cierto es que Oaxaca en Día de Muertos es una experiencia que se vive con todos los sentidos: se camina, se come, se escucha, se huele… y sobre todo, se siente.
Mérida, Yucatán: el Hanal Pixán y el banquete de las almas
El viaje hacia Mérida comienza con un avión desde la Ciudad de México. Dos horas después, ya estás bajando del avión y el calor húmedo de la península te envuelve como un abrazo cálido y eterno. La ciudad blanca, con sus casonas coloniales y calles rectas bordeadas de árboles, parece estar siempre lista para recibir visitantes, pero en Día de Muertos cobra un brillo distinto: aquí no se dice “Día de Muertos”, se dice Hanal Pixán, que en maya significa “comida de las ánimas”.
Después de dejar mi maleta en el hotel, lo primero fue ir al mercado Lucas de Gálvez. Entre colores, gritos de vendedores y olores de especias, me detuve frente a un puesto de antojitos. Desayuné unos panuchos de cochinita pibil y un jugo de naranja agria que despertó el cuerpo y el ánimo. Desde ese momento supe que este viaje iba a ser tan sabroso como espiritual.
La celebración en Mérida empieza en los hogares y en los altares comunitarios: mesas adornadas con manteles bordados, cruces de madera, veladoras y fotos de los difuntos. Pero lo que más llama la atención es la comida. Cada familia prepara su pibipollo, un enorme tamal de maíz relleno de pollo, cerdo y especias, envuelto en hoja de plátano y cocido bajo tierra. Tuve la fortuna de probar uno, recién salido del pib, con ese sabor ahumado que solo puede venir del fuego escondido en la tierra.
Por la tarde, la ciudad se transforma. Me uní al Paseo de las Ánimas, una procesión que recorre las calles desde el cementerio general hasta el centro histórico. Hombres, mujeres y niños caminan pintados de calaveras, vestidos de mestizos, cargando velas y flores. El aire huele a copal y el sonido de las jaranas acompaña cada paso.
Al llegar al parque San Juan, los altares colectivos brillaban con cientos de velas. Algunos eran sencillos, otros enormes, pero todos tenían lo mismo: pan de muerto y comida, porque aquí la manera de honrar a los difuntos es invitándolos a comer. No pude resistirme y compré un mucbilpollo individual, acompañado de un atole de maíz nuevo que sabía a hogar y tradición.
La noche cerró con un cielo estrellado sobre la ciudad y la certeza de que el Hanal Pixán no es solo una fiesta, es un reencuentro. Aquí, la muerte se sienta a la mesa, comparte el pan y la memoria, y se va satisfecha hasta el próximo año.
Mérida me enseñó que recordar también se hace con el paladar, y que pocas cosas son tan eternas como el sabor de la tradición.
Chiapa de Corzo, Chiapas: velas, río y memoria
El viaje comenzó temprano con un vuelo de poco más de hora y media desde la Ciudad de México a Tuxtla Gutiérrez, la capital de Chiapas. Desde ahí, una carretera corta me llevó hasta Chiapa de Corzo, un pueblo mágico que parece vivir entre dos mundos: la tranquilidad de sus calles coloniales y la fuerza del río Grijalva que lo atraviesa.
Llegué justo a tiempo para desayunar en el mercado del pueblo. Entre el bullicio, probé un tamal chiapaneco envuelto en hoja de plátano, acompañado de café de olla. Ese sabor especiado y profundo me preparó para un día que iba a estar lleno de sorpresas.
Caminar por Chiapa de Corzo en Día de Muertos es sentir cómo la tradición indígena y la católica se entrelazan. Sus calles se adornan con flores, papel picado y altares colectivos donde no solo se coloca comida o velas, también se ponen frutas tropicales, bebidas y hasta juguetes para los niños difuntos.
Al mediodía, decidí darme un respiro junto al zócalo, bajo la sombra de la fuente colonial de ladrillo rojo conocida como La Pila. Mientras descansaba, una familia me compartió un pozol fresco, esa bebida ancestral de maíz y cacao que refresca tanto el cuerpo como el espíritu.
Pero la verdadera magia comenzó al caer la tarde. El panteón del pueblo se llenó de velas y cánticos. Algunas familias tocaron música tradicional con guitarras y marimbas, otras simplemente platicaban y reían entre recuerdos. Lo más conmovedor fue ver cómo los niños corrían entre las tumbas, sin miedo, jugando a la par que aprendían a honrar a los suyos.
Antes de la medianoche, me acerqué al malecón para ver el río. En sus aguas flotaban pequeñas velas que la gente colocaba como ofrenda, dejando que la corriente llevara sus mensajes a los difuntos. El reflejo de las luces sobre el Grijalva parecía una constelación líquida, un puente entre lo terrenal y lo eterno.
De regreso al centro, no pude resistirme a cenar unas empanadas de mole con plátano macho en un puesto callejero. El contraste dulce y salado fue el broche perfecto para una jornada que me dejó el corazón ligero y la memoria llena.
En Chiapa de Corzo comprendí que el Día de Muertos no siempre necesita grandes altares ni espectáculos masivos. Aquí, la vida y la muerte se encuentran en la sencillez de una vela, en el eco del río y en la sonrisa de quienes saben que recordar también es un acto de alegría.
San Juan Chamula, Chiapas: donde la tradición maya conversa con la eternidad
Después de haber recorrido Chiapa de Corzo, tomé rumbo hacia San Cristóbal de las Casas, y desde ahí un trayecto corto de apenas 20 minutos en carretera me llevó hasta San Juan Chamula, un pueblo tzotzil enclavado en las montañas de Chiapas. Desde el momento en que bajé de la camioneta, el aire olía distinto: a pino, copal y tierra húmeda.
El amanecer fue mi compañía mientras caminaba hacia el mercado del pueblo. Entre puestos de frutas, textiles y animales, me detuve a probar un tamal de frijol con chile, acompañado de café negro servido en jarros de barro. Energía pura para iniciar el día.
San Juan Chamula es famoso por su iglesia, y ahí fue mi primera parada. Por fuera, la fachada blanca con bordes verdes es sencilla; pero al entrar, todo cambia. No hay bancas, solo un suelo cubierto de pino fresco, cientos de velas encendidas y familias reunidas alrededor de pequeños altares improvisados. Ahí comprendí que el Día de Muertos en Chamula no se parece a ningún otro: es una celebración viva de la cosmovisión maya, donde la frontera entre lo espiritual y lo terrenal es casi inexistente.
En los hogares, los altares se levantan con velas, refrescos, botellas de pox (un aguardiente tradicional) y comida para los difuntos. Me invitaron a probar un poco de pozol dulce, fresco y reconfortante, mientras me explicaban que en estas fechas las almas regresan a convivir, y que deben sentirse bienvenidas con aquello que más les gustaba en vida.
Al caer la tarde, las familias comenzaron a dirigirse al panteón del pueblo, que se alza sobre una colina con vista al valle. Las tumbas se decoraban con flores de colores intensos: amarillas, rojas y moradas, que parecían arder en medio del paisaje verde. Veladoras y copal llenaban el aire de un aroma espeso, casi hipnótico.
Sentado en una esquina, observé a un grupo de músicos tocar marimba mientras los niños jugaban entre las tumbas, como si la muerte aquí no tuviera filo, como si fuera solo otra parte de la vida. Antes de irme, un anciano me ofreció un pedazo de pan tradicional con miel, y mientras lo saboreaba, me contó que en Chamula, la memoria no pesa: se celebra.
La noche cerró con un cielo estrellado y el resplandor de las velas iluminando la montaña. San Juan Chamula me enseñó que el Día de Muertos puede ser también un ritual de equilibrio: entre lo visible y lo invisible, entre lo que somos y lo que recordamos.
Xochimilco, CDMX: velas flotantes y fiesta sobre el agua
No hace falta salir de la Ciudad de México para vivir una de las celebraciones más vibrantes del Día de Muertos. Bastó con tomar rumbo hacia el sur para llegar a Xochimilco, un lugar que, aunque famoso por sus trajineras multicolores, en estas fechas se transforma en un escenario único donde la tradición navega junto con la fiesta.
La mañana comenzó con un paseo por el mercado de Xochimilco. Entre puestos de flores de cempasúchil que parecían soles en racimos y calaveritas de azúcar de todos los colores, no pude resistirme a un atole de guayaba bien calientito acompañado de un tamale verde. Ese desayuno fue la chispa que encendió la jornada.
Ya en el embarcadero, elegí una trajinera adornada con flores y veladoras. Mientras avanzábamos lentamente por los canales, el agua reflejaba los arcos de cempasúchil que algunas familias habían colocado en la orilla. El sonido de las marimbas, las risas de otros visitantes y los aromas de antojitos que llegaban de trajinera en trajinera daban la sensación de estar en una gran ofrenda flotante.
El punto más emocionante llegó al caer la tarde: el espectáculo de la leyenda de La Llorona. Los canales se oscurecieron y el silencio se mezcló con el canto melancólico de la mujer que, entre luces, teatro y música en vivo, parecía surgir de las aguas. La piel se me erizó al ver cómo el mito cobraba vida justo ahí, en el corazón de Xochimilco.
Después, la noche se iluminó con cientos de velas flotantes que la gente coloca en el agua como ofrenda. El reflejo dorado sobre la superficie hacía parecer que navegábamos sobre estrellas. Fue un momento de calma en medio del bullicio, un instante en el que la tradición se volvía íntima.
De regreso al embarcadero, no faltó la parada obligada en un puesto para comer esquites con chile, mayonesa y queso, el clásico sabor chilango que redondea cualquier noche.
En Xochimilco comprendí que el Día de Muertos también puede celebrarse con alegría desbordada, entre música, agua y leyendas. Aquí, la vida y la muerte se encuentran sobre trajineras que, entre canto y cempasúchil, siguen navegando año tras año.
Aguascalientes: el festival donde la calavera se vuelve fiesta
Viajar a Aguascalientes desde la Ciudad de México es sencillo: un vuelo de poco más de una hora o unas seis horas por carretera que se hacen amenas gracias a los paisajes de llanuras y pequeños pueblos que atraviesas en el camino. Yo elegí la carretera, disfrutando del amanecer mientras los campos empezaban a dorarse bajo los primeros rayos de sol.
Al llegar, lo primero que captó mi atención fue la alegría que se respiraba en cada esquina. No era un pueblo silencioso; era una ciudad vibrante, vestida con calaveras gigantes, papel picado y luces que anticipaban el festival. Caminé directo hacia el centro histórico, donde los altares colectivos y las exposiciones de arte efímero me hicieron sentir que había llegado a un carnaval de tradición y creatividad.
Entre la multitud, me detuve a probar gorditas de maíz con chicharrón y salsa roja, mientras escuchaba música de banda que retumbaba desde la plaza principal. Cada calle parecía contar una historia distinta: comparsas de niños y adultos con maquillaje de calavera, esculturas de cartón y madera que homenajeaban a los muertos, y talleres donde la gente podía crear su propia ofrenda.
El momento más impresionante fue recorrer la Exposición Monumental de Calaveras, donde cada pieza medía más de dos metros y estaba llena de colores, flores y detalles que reflejaban la cultura local y la creatividad de sus artesanos. Me sentí parte de algo mucho más grande que una simple festividad: una celebración comunitaria de la memoria y la vida.
Al caer la tarde, el centro se llenó de luces y velas que acompañaban los desfiles nocturnos.
Compré unos churros rellenos de cajeta en un puesto callejero y los disfruté mientras veía cómo las familias, los jóvenes y los turistas se mezclaban en una sola danza de recuerdos y alegría.
En Aguascalientes descubrí que el Día de Muertos puede ser también un espectáculo urbano, un festival donde la tradición se combina con la creatividad y la fiesta. Aquí, la calavera no da miedo: invita a reír, a compartir y a celebrar la vida de quienes nos precedieron.
Huaquechula, Puebla: donde los altares tocan el cielo
El viaje a Huaquechula desde la Ciudad de México es corto pero encantador: unas dos horas por carretera entre pueblos, montañas y campos que parecen pintados con los tonos del otoño. Llegar a este rincón de Puebla es como entrar en un museo al aire libre, donde cada casa, cada plaza y cada calle tiene algo que contar sobre los que ya no están.
Al llegar, lo primero que me atrapó fue el aroma de pan de yema recién horneado y la flor de cempasúchil que decoraba ventanas y patios. Caminé por las calles empedradas hasta encontrar un pequeño puesto donde me ofrecieron unas cemitas rellenas de frijol y chorizo, un bocado perfecto mientras me adentraba en la magia del lugar.
Huaquechula es famosa por sus altares monumentales, y nada prepara para la primera vez que los ves: algunas estructuras alcanzan más de tres metros de altura, adornadas con flores, fotos, velas, frutas y objetos que evocan la vida del difunto al que se dedica. Cada altar es un homenaje personal y colectivo, una obra de arte que refleja la devoción, la creatividad y el cariño de toda la comunidad.
Al caer la tarde, el pueblo entero se transformó. Las velas iluminaron los altares y el reflejo dorado del cempasúchil parecía tocar el cielo. Caminé despacio, admirando los detalles: los juguetes de los niños, las botellas de refresco favoritas de los adultos, el pan y los tamales que completaban cada ofrenda. Todo era luz, memoria y vida.
Antes de irme, un vecino me ofreció un churro gigante cubierto de azúcar y canela mientras me contaba historias de altares de años anteriores. Cada relato, cada sonrisa, cada vela encendida reforzaba la sensación de que en Huaquechula la muerte no es ausencia, sino compañía.
Al final de la noche, mientras regresaba a mi auto, miré hacia los altares iluminados en la plaza y comprendí por qué este pueblo se ha convertido en un destino imperdible: Huaquechula no solo celebra a los muertos, los hace eternos en el corazón de los vivos.

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